Danielle, Ian, Julia…, tal vez alguno más. La temporada oficial de huracanes en el Atlántico (la zona del mundo más proclive a ellos) suele empezar en junio y no acaba hasta el 30 de noviembre. Según los expertos, este 2022 dichos fenómenos extremos se están dando más tarde, cuando lo habitual es que tengan lugar en julio y agosto. De hecho, la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés) ha estimado en un 60% la probabilidad de que esta temporada sea superior a la media. De hecho, en los últimos 50 años se ha duplicado el número de huracanes de categorías superiores (4 y 5), así como la velocidad de sus vientos.
Pero, ¿qué es un huracán? Según la RAE, un “viento muy impetuoso y temible que, a modo de torbellino, gira en grandes círculos”. También podríamos definirlo como una enorme y violenta tormenta y que, si bien en el mar, donde se origina, ya puede ser muy amenazador, es cuando toca tierra cuando su poder de destrucción se dispara.
Como decíamos, suelen darse en los meses más cálidos, ya que es entonces cuando la superficie del mar está más caliente, por encima de los 27ºC. Esta sería la primera condición para que un huracán se forme. Pero veamos el proceso más en detalle. Su germen suele ser lo que se denomina una onda o ciclón tropical: una zona de baja presión que proviene, normalmente, de las costas del África oriental (precisamente, este año parece que el aire más seco de lo normal que sale de sus costas ha estado frenando el desarrollo de estas tormentas hasta ahora).
Cuando esta baja presión se va desplazando hacia el oeste se encuentra, por un lado, con calor en esa superficie marina, y por otro, con vientos que giran con una cadencia fuerte y constante alrededor de ella, así como con nubes de lluvia y humedad relativa en las capas más altas de la atmósfera. Es entonces cuando puede formarse una tormenta tropical.
A partir de ahí, los vientos pueden debilitarse y acabar desapareciendo o bien coger fuerza hasta evolucionar. Hablamos de huracán cuando superan los 119 Km/h, pero a partir de ahí pueden aumentar de categoría, del 1 al 5, y llegar hasta los 250 Km/h en la categoría máxima.
Aparte de los vientos y las lluvias, que pueden ser torrenciales, la baja presión que se alcanza en el centro del huracán provoca una importante oscilación en la superficie marina que, al propagarse hacia las costas, crea allí lo que se conoce como la marea ciclónica o de tormenta, dando lugar a inundaciones aún más serias. El diámetro habitual de un huracán suele estar entre los 300 y los 800 km, lo que nos da una idea de su enorme área de influencia y el poder de destrucción.
Aunque hemos estado hablando de este fenómeno en la zona del Atlántico (como hemos dicho, la más afectada por ellos), no es exclusivo de esta parte del mundo. Un dato curioso es su denominación: se llama huracán solo si se produce en el Atlántico, ciclón si en el Pacífico, y tifón en el océano Índico. Otro dato llamativo es que, tanto huracanes como ciclones o tifones se forman normalmente en las inmediaciones de la línea del Ecuador (a unos 500 km como máximo). Esto se debe al efecto Coriolis (un efecto que se observa en un sistema en rotación cuando un cuerpo se encuentra en movimiento), que al alejarse de esta zona se debilita y no permite que los vientos giren y formen el huracán.
El cambio climático sin duda afecta a la meteorología y, en concreto, a la formación y evolución de estos fenómenos. El calentamiento terrestre supone también el calentamiento del agua de los mares y los océanos, y como hemos visto, mientras más tiempo permanezcan por encima de una cierta temperatura, más probable es que se formen.
Se trata de uno más de las consecuencias del riesgo climático (como la desertificación, el deshielo de los polos o las lluvias torrenciales) y que, como tal, afecta especialmente a zonas deprimidas. Sí, porque, si bien es cierto que los países del mundo más afectados por ellos serían Estados Unidos y China, con más de 200 fenómenos de este tipo registrados, seguidos por Filipinas, México, Japón, Cuba y Australia, la destrucción que provocan puede ser especialmente terrible en lugares con menos recursos y más dificultad para anticiparse, protegerse y recuperarse. Fue el caso del ciclón tropical Idai en Mozambique en 2019 (considerado el más mortífero del Índico, con más de mil muertos y tres millones de damnificados), Matthew en Haití en 2016 (con 1,4 millones de personas damnificadas) o el sucedido en 1970 en Pakistán, considerado uno de los más destructivos de la historia. También en esas regiones del mundo consideradas ‘ricas’ el impacto de estos fenómenos suele azotar más a los más pobres, como vimos en Nueva Orleans con el Katrina en 2005.
Una muestra más de las consecuencias de la acción del hombre sobre el planeta frente a la que debemos unirnos y protegernos unidos.