El suelo bajo nuestros pies

julio 06, 2022

El suelo bajo nuestros pies

Cuando hablamos de la degradación del planeta pensamos, casi siempre, en el cambio climático, la pérdida de especies, el aire contaminado… Poca atención prestamos al terreno que pisamos, pero caminar sobre un suelo seguro no es algo baladí para quienes viven en zonas de conflicto (minas), deprimidas (contaminación) o amenazadas medioambientalmente (desertificación). 

Según la FAO, el suelo se define como “un cuerpo natural constituido por capas compuestas de materiales de minerales meteorizados, materia orgánica, aire y agua. Es el producto final de la influencia del tiempo combinada con el clima, topografía, organismos (flora, fauna y ser humano), de materiales parentales (rocas y minerales originarios)”. Solo en un puñado de tierra del suelo, por poner un ejemplo, puede haber decenas de miles de bacterias, levaduras y pequeños hongos. Vida, en general, que permite la creación de más vida. Algo que va en línea con la demostración, por parte del científico norteamericano Hugh Hammond Benneta a mediados del siglo XX, de que el cuidado del suelo es directamente proporcional a su capacidad productiva. Y, ¿qué seríamos los seres vivos sin todo eso que el suelo nos da?

Sin embargo, la superficie de tierras cultivables, de la que depende la supervivencia de la especie, se está reduciendo drásticamente, hasta un 30% más rápido que en otros momentos de la historia. Y esto sucede especialmente en las llamadas ‘tierras secas’, principal sustento de hasta 2.000 millones de personas que, en su mayoría, viven en países en desarrollo y que no tienen otro remedio que explotarlas ganadera y agrícolamente hasta el agotamiento. 

Esta sobreexplotación es una de las causas de la temida desertificación, pero no la única: el cambio climático también incide negativamente en la modificación de los patrones de lluvias y la alternancia, cada vez más rápida, entre episodios torrenciales y sequías, y se extiende a cada vez más regiones del mundo. Estas últimas, las sequías, han afectado según Naciones Unidas a más de 2.700 millones de personas entre 1900 y 2019, causando hasta 11,7 millones de muertes. Y la tendencia no remite, sino que se intensifica: según las previsiones irán en aumento hasta afectar a más de tres cuartas partes de la población para 2050. España, como muchos otros países, no es ajena a esta realidad: tanto las sequías como la desertificación nos afectan gravemente y un 74% de nuestro territorio es susceptible de ser afectado por la misma.

El 7 de julio se celebra el Día Internacional de la Conservación del Suelo, y la desertificación, que precisamente supone que los suelos pierdan esa capacidad productiva por completo, que es lo que más preocupa. Entre los remedios que conocemos, y que definitivamente funcionarían para frenarla, están la reforestación y regeneración de zonas verdes (con especies nativas y adecuadas a cada superficie), una mejor gestión del agua (a nivel mundial y equilibrado), medios mecánicos para retener las dunas y la incidencia del viento (vallas ecológicas), el enriquecimiento del suelo para aumentar la retención de agua y evitar la evaporación, y por supuesto un control eficiente y sostenible de los cultivos.

La diversidad y mantenimiento de los suelos no solo nos alimenta, también contribuye a mejorar el control, la prevención y la eliminación de plagas y patógenos, según datos de las Naciones Unidas. Mientras que lo contrario, su degradación, aumenta la inseguridad alimentaria y las oportunidades económicas de ciertas comunidades, incrementando así los niveles de pobreza y provocando la proliferación de guerras por el control, por ejemplo, de las fuentes de agua. Sin contar, como mencionábamos arriba, la pérdida medioambiental que supone la desaparición de especies animales y vegetales, así como la degradación del aire y el agua restantes. 

Es urgente adoptar políticas y medidas a escala local, regional y global para evitar los efectos de la desertificación y la sequía, así como concienciar y educar sobre, por ejemplo, la importancia de priorizarlos alimentos de baja huella hídrica (frutas, verduras y pescados) por encima de los que gastan más agua en su cultivo y producción: cereales, carne y leche; de realizar un uso responsable del agua; o de respetar las zonas verdes por pequeñas que sean.

Cuidemos el suelo que pisamos.