Salimos de Madrid un martes, y volvimos el lunes siguiente. Entre medias pasamos por 4 países, y visitamos, literalmente, un mundo distinto al nuestro.
Salimos Ignacio y yo con unos cuantos gramos de ropa y varios kilos de cámaras. También algo de Jamón Serrano y, sobre todo, ganas de viajar, de aventura, y de conocer a aquellas personas por las que trabajamos todos los días en Auara.
Desde Madrid, volamos a Bruselas, luego a Abidjan y por fin a Cotonou. Pasamos una noche en Cotonou y a primera hora cogimos el autobús hasta Parakou. En la estación del autobús vimos algo increíble, había moto-taxistas que estaban en la plaza dormidos, literalmente tumbados en el asiento de la moto, en un ejercicio de equilibrio imposible. El autobús tardó unas 7 horas en llegar a Parakou, y desde allí cogimos un coche que nos llevó a Nikki. Calculo que el coche al menos tendría 40 años, parecía que había sobrevivido a varios bombardeos, y viajábamos 9 donde en teoría cabían 5, pero Ignacio no podía dejar de grabar cada paisaje y cada paisano, poco nos importaba la incomodidad.
En Nikki nos acogió el padre Henry, misionero nigeriano que atiende a las comunidades del entorno de Nikki. Nos comentó que había una de ellas en la que la falta de agua era acuciante, y nos llevó a que lo viéramos con nuestros propios ojos, hasta la misma frontera con Nigeria. En la aldea nos acogieron con el cariño propio de las personas que no tienen nada material que ofrecer, y por tanto ofrecen lo mejor de sí mismos. Caminamos un par de kilómetros por la savana hasta que nos encontramos con una mujer (o quizás una chica, ya que no debía superar los 25 años) que estaba recogiendo agua de un agujero en un balde metálico, con un hijo recién nacido colgado de la espalda. La fuente de agua era un agujero en el sentido literal en el que se acumulaba algo de agua, y la chica tenía que meter un cazo dentro para sacar agua de color gris enfermedad. Cazo a cazo llenaba el balde que más tarde tenía que cargar sobre la cabeza y llevar caminando hasta su casa. Fue muy impactante verlo. Da igual cuántas veces veas algo así, porque el nivel de inhumanidad y de injusticia sorprende siempre.
Volvimos al pueblo caminando antes que ella y fuimos a la casa del jefe de la aldea a presentarle nuestros respetos. Nos ofreció lo mejor que tenía, un par de refrescos locales. Cuando salimos de su casa, comenzamos a escuchar los gritos más desgarradores que se puedan imaginar. Fuimos hasta el centro del pueblo y encontramos a varias personas frente a una de las chozas y, en el centro, a la mujer que recogía agua. Acababa de llegar a su casa y se había encontrado a su segundo hijo muerto.
A veces, podemos caer en el error de pensar que en un lugar en el que la muerte y la mortalidad infantil son el día a día, las personas se acostumbran y sufren menos por ello
, pero esa mujer gritaba y lloraba con la misma tristeza que cualquier madre que podamos conocer. Era desgarrador. Pero era lógico, ese niño de 2 o 3 años bebía agua sucia todos los días, la misma agua turbia que su madre estaba recogiendo un rato antes en el agujero. Hicimos el camino de vuelta a Nikki prácticamente en silencio. En esos momentos, los pensamientos de rabia y de sinsentido pesan más que todos los demás.
Al día siguiente visitamos otra aldea con la hermana Chantal, y encontramos una situación similar, solo que en lugar de caminar 2 kilómetros fueron casi 4, y el agua que recogían las mujeres era más sucia si cabe.
La hermana Chantal, el padre Henry y todas las personas que, literalmente, dan su vida para trabajar por los más pobres, son héroes anónimos que llenan los vacíos de injusticia con amor puro y desinteresado. La verdad es que una de las mejores cosas de trabajar en un proyecto como Auara es tener la oportunidad de conocer a personas como estas y de aprender de su generosidad y de su humildad.
Fue un viaje de emociones opuestas. La dureza de lo que vimos en las pequeñas aldeas contrasta con la alegría que encontramos en Tamarou, el pueblo en el que habíamos terminado el primer proyecto cofinanciado por Auara y Manos Unidas. Se trata de la perforación de un pozo para 500 alumnos de la escuela secundaria, pero accesible a los más pequeños de la escuela primaria y al resto del pueblo, unos 2.000 habitantes. Llegamos a primera hora de la mañana y nos pasamos el día en el colegio conociendo a los profesores y a los niños.
Fue como de película ver a tantos niños salir de clase, acercarse al pozo, beber agua, llenar sus botellas, salpicarse, jugar, reírse…
Los niños nos daban las gracias, y cuando les preguntábamos por qué, respondían que el agua era muy importante para ellos. Lo sabían muy bien. Cuando te fijabas bien, te dabas cuenta de que, detrás de la ropa un poco rota o sucia, y dejando de lado el paisaje, eran niños como los de cualquier colegio de España, con muchas ganas de ser felices. Estaban los que se portaban mal, los estudiosos, los que molaban porque tenían una bici, los que se escapaban de clase, los que tenían cara de bueno… Son iguales que nosotros.
Para mí, personalmente, fue llenar de sentido casi 3 años de trabajo duro. Ese día pensé que ya había tenido sentido todo lo que habíamos hecho. Con eso era suficiente, porque era infinito.
Muchas veces reducimos todo a KPIs, datos de impacto, números, y parece que si no llegas a ciertas métricas, los proyectos no merecen la pena. Pero cuando ves el impacto HUMANO de las cosas buenas, te das cuenta de que la vida de cada persona tiene un valor infinito, y cada una de ellas justifica el mayor de los esfuerzos.
En Tamarou nos acogieron como reyes. Dormimos en casa de Saka Koto, una madre viuda con 6 hijos que nos abrió las puertas de su casa. Nos trajeron agua limpia del pozo en un cubo para ducharnos, nos dieron de cenar los mayores manjares que tenían (incluido un trozo de pescado), y ¡trajeron de otro pueblo una cama para que durmiéramos en ella! A Ignacio y a mí nos dio mucha vergüenza. Pasamos la noche charlando con sus hijos y vimos con ellos un partido de fútbol que ponían en el “cine” del pueblo, donde tenían la única televisión de la zona.
Fueron 24 horas espectaculares. En realidad fue una semana espectacular.
Volver a Madrid de un viaje así da mucha pena, pero a la vez uno vuelve con las fuerzas renovadas para trabajar en lo único para lo que trabajamos en Auara: llevar felicidad a otras personas a través del agua.
Si soy sincero, vender botellas de agua me importa muy poco. Lo que da sentido a una empresa social como ésta es el propósito social que tiene. Las botellas son sólo un medio para conseguir algo grande. Algo infinito. Así que intentaremos vender muchas botellas sabiendo siempre que cada una de ellas contiene mucho más que agua, contiene felicidad.