La erradicación de la pobreza extrema y del hambre era el primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que desde 2015 se han desdoblado en dos en los Objetivos de Desarrollo Sostenible, concretamente el ODS1 y el ODS2.
Estamos hablando del estado más bajo de pobreza, uno que no depende exclusivamente del nivel de ingresos, sino que también tiene en cuenta la disponibilidad y acceso a servicios básicos. Y es que la pobreza no se ‘calcula’ solo en dinero sino, como apuntaba la declaración de Naciones Unidas en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social ya en 1995, la pobreza absoluta o pobreza extrema, es
"una condición caracterizada por la privación severa de las necesidades básicas humanas, tales como alimento, agua potable, facilidades sanitarias, salud, refugio, educación e información. Depende no solo del ingreso sino también del acceso a los servicios".
Esta situación, que se estima afectaba a la gran mayoría de la población en el siglo XIX e incluso a principios del XX, hoy afortunadamente ha ido decreciendo, primero gracias a la industrialización, que dio trabajo y mejoras económicas a muchos ciudadanos, y poco a poco también gracias a la concienciación de la sociedad general y a las ayudas internacionales.
Los datos del Banco Mundial lo confirman: en 2015 (último año del el que se constataron estos datos) el 10% de la población mundial (unos 783 millones) vivía con menos de los 1,9 dólares al día en que se estima el umbral de pobreza extrema (mucho menos que el 36% de 1990). Esto significa que la tasa de pobreza general ha decrecido en el mundo, ¡en más de mil millones de personas! En los últimos 20 años la proporción de población mundial que vive en condiciones de pobreza extrema se ha reducido casi a la mitad.
En este ilustrativo gráfico podemos ver cómo los niveles se han reducido notablemente desde los años 80 del siglo pasado. Y este reloj en tiempo real nos muestra que a día de hoy la cifra ha bajado en 100 millones más, ¡bravo!
Son buenas noticias, pero no hay que lanzar las campanas al vuelo. El reparto de la riqueza en el mundo, en este caso de la pobreza, sigue siendo muy desigual: mientras que Europa, Asia Central y del Este y el Pacífico han reducido sus cifras de pobreza, la mayoría de los considerados extremadamente pobres siguen viviendo en el África subsahariana (el 42% de su población), donde además han aumentado las cifras en parte por la falta de acceso al agua -este continente es uno en los que más trabajamos en AUARA, precisamente porque es donde más se necesita-. Concretamente, en Somalia o Burundi, se estima que el 70% de la población está en situación de extrema pobreza, en otros países como Congo, Mozambique o Sierra Leona, estarían entre el 50% y el 70%. En España, por hacernos una idea, los niveles de pobreza extrema están entre el 0,5% y el 1%, y en otros países como Alemania o Qatar muy cercanos al 0%. Pero ni ahí podemos bajar la guardia. Según Naciones Unidas, actualmente hay 30 millones de niños que crecen pobres en los países más ricos del mundo. Por otro lado, la mayoría de las personas que aún sufre de pobreza vive en áreas rurales, trabaja (si lo hace) en el sector agrícola, no tiene acceso a la educación y es menor de 18 años.
Así las cosas, el objetivo de erradicar la pobreza extrema en todo el mundo para 2030 parece más cerca, pero no tiene visos de conseguirse por completo. Tenemos que lograr un crecimiento económico inclusivo, potenciar los sistemas de protección social en todos los países, especialmente en los más propensos a sufrir desastres, y los más ricos deberían aportar, se calcula, unos 175.000 millones de dólares. ¿Parece mucho? Representa menos del 1% de los ingresos conjuntos de los países más ricos del mundo.
Todos, sin excepción, tenemos que trabajar para reducir la pobreza y el hambre a la mínima expresión.